Lecciones del pasado: el terremoto de 1746 y la reconstrucción pendiente de Pisco

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Un día como hoy en 1746 un terremoto devastó Lima, el centro del poder español en América del Sur. Las paredes de adobe, las fachadas ornamentadas y los techos aplastaron a cientos de personas y el número total de víctimas subió a miles al día siguiente. Se estima que una de cada diez personas que vivían en la ciudad murió en la catástrofe. El terremoto capturó la imaginación del mundo entero, llevando a que las autoridades buscaran cómo rediseñarla ciudad, uniendo a las personas en contra de los planes de reconstrucción. El hambre y la sed se apoderaron de los sobrevivientes, mientras réplicas sísmicas sacudían la ciudad y se descubría con horror más víctimas y heridos. La vida fue miserable por un buen tiempo. Los limeños se volcaron a las calles en innumerables procesiones, exhibiendo las reliquias de “sus” santos como Santa Rosa de Lima y San Francisco Solano. La gente halló refugio en plazas, jardines y áreas externas a la muralla que rodeaba la ciudad.

Las cosas empeoraron en el Callao. Casi media hora después del terremoto, un tsunami llegó al puerto, matando prácticamente a sus siete mil habitantes. Algunos sobrevivientes se encontraban tierra adentro o en Lima mientras otros se dirigieron a los torreones del puerto. Varios fueron varados milagrosamente en playas al sur del puerto, compartiendo su testimonio con quienes desearon escucharlos. Una mujer había logrado ponerse a flote encima de la pintura de su santo favorito. Los comerciantes de Lima que tenían casas, tiendas y bodegas en el Callao señalaron que cuando llegaron al día siguiente no pudieron encontrar ni sus propiedades ni nada que les indicase dónde se encontraban estas. El agua no solo había arrasado con personas, animales y estructuras sino también documentos. Por años, se enviaron cientos de solicitudes a las cortes para obtener un certificado de propiedad, imposibles de demostrar en el tan bien documentado mundo español colonial.

El terremoto/tsunami nos lleva a áreas a las que por lo general los historiadores no podemos aventurarnos. Así, contamos con descripciones de lugares donde las personas dormían así como de la vida y la muerte en conventos de clausura. También nos permite entrar al universo mental de la época, a la forma en la que las personas desplegaban sus miedos y prioridades. Algunos se preocuparon en recuperar sus propiedades mientras otros estaban ocupados reconstruyendo las jerarquías sociales; tampoco faltaron quienes vieron en esta coyuntura una oportunidad, especialmente entre los miembros de los grupos populares con mentalidad subversiva. No obstante, todos sufrieron la pérdida de algún ser querido y la miseria en los meses venideros.

El Virrey y su círculo cercano hicieron un formidable trabajo al reducir el pánico, asegurando el abastecimiento de agua y alimentos mientras reedificaban la ciudad. José Manso de Velasco, quien recibiría el título honorífico de Conde de Superunda (“Sobre las olas”), rápidamente reunió a sus consejeros, recorrió la ciudad a caballo y tomó medidas para recomponer los canales de agua y hallar comida en pueblos cercanos y barcos varados en el Callao. Sus medidas de control social tenían, no obstante, un desagradable sesgo racial dado que las autoridades y elites se inquietaban con imágenes de esclavos liberándose a sí mismos, cimarrones asaltando la ciudad y negros libertos dedicándose al crimen. La ley marcial parecía haber contenido una ola criminal pese a las historias que circulaban de gente arrancando joyas del cuerpo de las víctimas o de moribundos. Hubo quienes se dedicaron a recoger bienes varados por el mar y muchos otros murieron al tratar de saquear casas inestables, ya sea a manos de turbas furiosas o porque las estructuras de estas habían sido removidas.

Superunda trató de asegurar comida, agua y brindar así calma en medio del desastre. En cierto modo esto reflejaba la experiencia de Manso de Velasco como constructor de ciudades (ya lo había realizado anteriormente en Santiago de Chile, donde tuvo un puesto previo) y de su peculiar forma de acercamiento. Pero las autoridades absolutistas eran buenas en cuanto a proveer auxilio en casos de emergencia; y eso fue lo que hicieron. No podían permitir que la hambruna se apoderase de las personas por lo que el mismo Manso de Velasco pidió trabajadores y harina, prohibiendo el lucro con los alimentos. Habitantes de todas las castas y clases lo alabaron por su intención de dormir a la intemperie en la Plaza de Armas.

Pero los planes del Virrey fueron más allá de los esfuerzos inmediatos de garantizar la seguridad pública. Él y sus asesores buscaron transformar la ciudad al estilo de la moda del siglo XVIII. Luego de decidir si la reubicarían o no (decidieron que no, en parte por el temor a que los cimarrones se lanzaran contra los restos de la antigua capital virreinal), proyectaron una ciudad con amplias avenidas, edificios de baja altura y áreas menos oscuras. Lo que querían era que las personas, el aire y los bienes circularan con mayor facilidad, y que este movimiento se dirigiese hacia la Plaza Mayor en el centro de la ciudad. En buena cuenta, querían una versión local de Versalles. Pese a lo brillante de su plan, este fracasó estrepitosamente. Lo que hizo fue unir a todos los habitantes, pero en contra del proyecto. Las clases altas rechazaron que se pusiera límites de un solo piso a sus casas reconstruidas y que se buscase derribar algunas de sus fachadas, símbolos de un estatus que a fin de cuentas era mortal durante un terremoto. La Iglesia vio en el plan de impedir reconstruir algunas de las iglesias, conventos y monasterios derribados (de la asombrosa cantidad de 64 iglesias en Lima en ese entonces) como un avance peligroso hacia la secularización. Ellos enfatizaban el papel que cumplían al ayudar a los heridos y desvalidos, señalando que dado que el terremoto era un signo evidente de la ira de Dios, ¿era conveniente hacerlo enojar aún más?

Los sectores populares tampoco gustaban del plan. Los afroperuanos resistieron las diversas campañas de control social dirigidas contra ellos y los indígenas (vaya sorpresa) no se desplazaron hacia la ciudad como voluntarios para la reconstrucción de la misma. De hecho, los negros e indígenas organizaron una conspiración que sacudió la ciudad cuatro años después y que se extendió al pueblo cercano de Huarochirí. Las autoridades procedieron a arrestar a los cabecillas luego de que un sacerdote los delatara al conocer del complot por el sacramento de confesión de uno de ellos. Los seis cabecillas fueron ejecutados y sus cabezas exhibidas por meses. Se sabe que planeaban inundar la Plaza Mayor y luego asesinar a los españoles cuando estos estuviesen huyendo de sus casas. Uno de los participantes propuso que cualquiera que ejecutase a un español tomaría inmediatamente su cargo. Mientras la rebelión prendía en Lima, se expandió a Huarochirí. Luego de que los rebeldes se apoderaran de varios pueblos y pusieran en prisión o asesinaran a las autoridades locales, las autoridades en Lima temían que pudiesen tomar la ciudad, como parte de un movimiento mesiánico en la selva, y se aliaran con los ingleses. Pero un batallón de Lima capturó y ejecutó a los líderes. Manso de Velasco demostró una notable eficiencia luego del terremoto. Pero fue menos exitoso en usar el desastre para crear una nueva Lima.

Existe una vieja, quizás ya extinta, premisa del periodismo por la cual no vale la pena mencionar los desastres del Tercer Mundo. Las historias sobre “el terremoto que mató cientos de personas en América del Sur” deberían recibir apenas una nota o dos en la página 19, en el mejor de los casos. ¿Pasaron por alto el terremoto los especialistas internacionales de aquella época? No. Los terremotos fascinaban a a los eruditos de Europa y Norte América. Ellos debatían sobre las causas de los mismos en una era anterior a que conociéramos de las placas tectónicas, contribuyendo a los debates sobre si América era más joven, más húmeda o simplemente un continente inferior. El Conde de Buffon y Tomás Jefferson discutieron apasionadamente al respecto. Los relatos de terremotos también interesaron a los ingleses con pretensiones imperiales, quienes vieron una oportunidad para apoderarse del “débil” imperio español. Su interés creció enormemente cuando un terremoto en Lisboa en 1755 se convirtió en tema obligatorio de conversación entre los intelectuales. Lima y Lisboa compartieron espacio en la obra Candido, de Voltaire. Un recuento de lo ocurrido en Lima apareció en español, portugués, italiano, holandés e inglés, incluyendo una bella edición de Benjamín Franklin en Filadelfia en 1759. El terremoto de 1746 no fue, de ningún modo, un desastre “lejano” ocurrido en el Tercer Mundo.

Estuve en Lima cuando ocurrió el terremoto del 15 de agosto de 2007 y confirmé que la respuesta del estado peruano frente a los desastres ha cambiado a lo largo de los siglos, y no necesariamente para mejor. Los esfuerzos del Presidente Alan García se parecieron más al estilo Bush (quien reaccionó de manera tardía y torpe frente al huracán Katrina en 2005) que al estilo Manso de Velasco. Aunque hizo el tour de rigor a las ruinas de Pisco, el gobierno de Alan García fue incapaz de garantizar alimentos, agua y cobijo. Y mientras organizaciones internacionales y otros gobiernos ofrecían ayuda, los habitantes de Pisco vivían en carpas ya que gran parte de la ciudad permanecía en escombros. La situación no ha mejorado mucho en los seis años siguiente ya que Pisco sigue sin estar reconstruida totalmente. Para entender tanto la sociedad civil como el gobierno frente a las crisis naturales y no tan naturales, no está de más volver al pasado para ver ejemplos y así como cambios y continuidades en actitudes, creencias, y frustraciones.

 

(*) La versión original de este artículo apareció en The Edge of the American West. Ha sido traducida y ampliada para el Instituto de Estudios Peruanos (28 de octubre de 2013).


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