Entre 1780 y 1782, mientras la rebelión de las colonias británicas en Norteamérica llegaba a su clímax, un drama aún más violento estaba ocurriendo en América del Sur. Los Andes se encontraban en medio de una revuelta, y España, al igual que Gran Bretaña, enfrentaba la posibilidad de perder una de sus más preciadas posesiones. Desde la caída del Imperio incaico en la década de 1530 y el descubrimiento de la montaña de plata de Potosí en el Altiplano en 1545, el Virreinato peruano había generado una parte importante de la riqueza que le permitió a España crear y mantener su “Imperio de las Indias” así como su posición como uno de los principales poderes europeos. Pero de manera inesperada, en 1780 España era testigo de cómo su control estaba en peligro gracias a un noble indio de baja estirpe, quien reclamaba para sí descender directamente de los Incas y de su último gobernante, Túpac Amaru, capturado y ejecutado por los españoles en 1572.
La rebelión de Túpac Amaru II, como Condorcanqui decidió llamarse, fue la más grande y peligrosa rebelión que la Corona española tuvo que enfrentar en su imperio americano antes de los levantamientos del temprano siglo XIX que terminarían por separar las posesiones americanas. Pese a que hubo innumerables revueltas y motines en los dos siglos y medio de control español, estos habían sido en gran parte focalizados y de pequeña escala, lo cual permitió que fuesen reprimidos con facilidad. Ello se explica en parte por la coerción que estuvo a disposición de las autoridades imperiales cuando decidieron utilizarla, pero también por la relativa calma de los grupos multi-étnicos que aparecieron luego de la conquista y que puede atribuirse al sistema de gobierno que evolucionó a medida que los gobernantes Habsburgo imponían elaboradas estructuras judiciales y administrativas en los territorios conquistados.